Corría lenta la tarde veraniega sobre un colectivo camino a casa. Repleto de gente, este navegaba por un mar de vehículos cortando una brisa de smog negro asfixiante. El calor humano y los hedores corporales eran insoportables; las ropas, húmedas y ceñidas al cuerpo tal selva tropical, también. El tiempo que llevaba viajando y que todavía tenía por viajar se me hacían incalculables por el tedio. Me preguntaba como gente civilizada podía viajar así. Sin música, no tenía con qué entretenerme, ni siquiera para endulzar los ojos: en los asientos solo encontraba mujeres entradas en la menopausia; a mis lados un gordo rockero enemistado con el desodorante y un chico joven poco acostumbrado a la camisa y corbata. Cerca, un par de moscas luchaban violentamente por posarse sobre la putrefacta herida supurante de pus en la cara de un obrero. Me sentía como en un bondi directo al infierno, con aclimatación acorde a mi destino. Un horno donde todos nos cocinábamos lentamente. Yo, a todo esto, iba con la inocencia de un día como cualquier otro, como quien ignora que en unos minutos, esa misma tarde y con sus propias manos, iba a matar a alguien.