viernes, 9 de noviembre de 2012

Cuento - La sed

    Corría lenta la tarde veraniega sobre un colectivo camino a casa. Repleto de gente, este navegaba por un mar de vehículos cortando una brisa de smog negro asfixiante. El calor humano y los hedores corporales eran insoportables; las ropas, húmedas y ceñidas al cuerpo tal selva tropical, también. El tiempo que llevaba viajando y que todavía tenía por viajar se me hacían incalculables por el tedio. Me preguntaba como gente civilizada podía viajar así.  Sin música, no tenía con qué entretenerme, ni siquiera para endulzar los ojos: en los asientos solo encontraba mujeres entradas en la menopausia; a mis lados un gordo rockero enemistado con el desodorante y un chico joven poco acostumbrado a la camisa y corbata. Cerca, un par de moscas luchaban violentamente por posarse sobre la putrefacta herida supurante de pus en la cara de un obrero. Me sentía como en un bondi directo al infierno, con aclimatación acorde a mi destino. Un horno donde todos nos cocinábamos lentamente. Yo, a todo esto, iba con la inocencia de un día como cualquier otro, como quien ignora que en unos minutos, esa misma tarde y con sus propias manos, iba a matar a alguien.


    Un arranque y una frenada desconsiderada del colectivo sobre la parada me forzaron a observar hacia delante, sacándome un poco del sopor en el que me encontraba. Al abrir su puerta delantera, deja entrar una bocanada de aire, necesaria para el pasaje, y un rebaño de personas de rostros curtidos por largas jornadas laborales. Una fila de sentenciados camino al cadalso. Y entonces la vi a ella, como un dios entre insectos, con su cara casi transparente adornado por rizos castaños, rematado con dos faroles verde esmeralda, subiendo para cambiar el destino de mi viaje  Mis ojos no podían dejar de seguirla, como los de un perro siguen un jugoso pedazo de carne. El runruneo del  motor se acopló con mi pulso, y algo en mis entrañas, o en mi verga, no lo se, me atraía hacia ella. Embelesado la atracción natural fue irresistible. Cuando las distancias se acortaron y podía oler su transpiración perfumada, cuando estaba a centímetros de su pelo y podía oler su shampoo, cuando tocaba el cielo con las manos el encanto se rompió. Una mano que se introdujo en el bolsillo de su pantalón echó todo a perder. Una mano masculina, rústica, poco cuidada. Ella, sin haberlo pensado, giró asustada y largo un grito mudo. El asaltante le pegó un  manotazo e intentó correr aprovechando la puerta del medio que aún estaba abierta. Lo que sucedió a partir de ahí fue un dominó  incontrolable.
    -¿Qué hacés, hijo de puta?- le grité tirando de su ropa.
    -¡eeh! ¿Qué te metés?- se cerró la puerta. Mi  agarrón fue suficiente para encerrarlo -!Te voy a matar¡-.
    -¿A quién hijo de puta?-
    El primer golpe impacto en mi frente. Después el segundo. El tercero. Mi nariz no aguanto la sucesión. Era una catarata. Lo tenía encima. El intercambio de puños era brutal. Una mano lo tomó de la ropa. Con su ayuda logré empujarlo. Cayó sobre la puerta. Yo resoplaba sangre. En ese instante se apagaron las luces dentro de mi cabeza. Perdí cualquier rastro de humanidad mientras lo montaba por la cintura y empezaba a martillar su cabeza con mis puños. No tenía noción de donde me encontraba o de lo que hacía. Cuando sentí el ardor en mis nudillos, lo tomé de la cabeza. Su nuca pegando contra la puerta sonaba a música de bombo de una danza tribal. Sentía esa danza alrededor mío. El ritmo era de una perfección orquestal. Sus ojos se desorbitaron, su rostro perdió gesto alguno. Ese espectáculo color carmesí alimento algo dentro mío, algo dentro de todos. Era música para las fieras. Los golpes siguieron. Los vidrios estaban salpicados de sangre y mugre. Se podía ver como el viscoso charco escarlata se perdía por debajo de la puerta. Sentir blanda su cabeza como una bolsa de tierra mojada con piedras hizo que me detuviese. Me reincorporé con la el cuerpo ensangrentado. Todo era una orgía de gritos, sudor y sangre. Gritos guturales, primitivos. Gestos simiescos por doquier, golpeando lo que encontraban más cerca. El colectivo se había vuelto una jaula llena de primates extasiados y excitados. Una señora saltaba sobre el cadáver, olvidándose que hace un instante esos pedazos de carne magullada fueron una persona parte de esta sociedad. Pude ver como otros hombres  linchaban a un joven, supuesto acompañante del muerto.  La sangre nos regó a todos. Una mano se alzó con un ojo y lo arrojó con violencia contra la puerta. Los rugidos eran ensordecedores y la ducha roja ya nos había cubierto a todos. Me pareció por ahí haber escuchado la palabra justicia, no estoy seguro, ya la mayoría eran aullidos. El cuerpo sobre el piso ya era irreconocible por los golpes y patadas. Carne ya volaba por los aires. Yo estaba quieto, observando la situación absorto mientras sentía la sangre secarse en mi cara. Pensaba en que eramos animales violentos en estado natural y que este era nuestro indefectible destino, insalvable por donde se lo mire. Y entonces la vi a ella, persona entre bestias, con su rostro impoluto y los ojos cerrados con suavidad. Ella parecía recién llegada al colectivo. Cuando abrió los ojos lentamente, nos miramos mutuamente una eternidad. Eramos cosmos en el caos. La poca distancia que nos separaba se acortó. Ella se acercó a mi, posó sus labios sobre mi oreja y mientras un escalofrío corría por mi espalda, susurró:
    - La sed se sacia con razón-.

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